8.11.06

ADIOS AL HOMBRE

Una de las experiencias más fascinantes de nuestra infancia provenía de la literatura y el cine que imaginaban futuros posibles. Al cabo de muchos años y cambios en nuestra existencia, el misterio de tal fascinación parece develarse, sin necesidad de que seamos expertos en el tema.
Quizá lo fascinante de dichas obras no estriba del todo en su calidad estética –duramente cuestionada, en ocasiones hasta la descalificación–, sino en su capacidad para el montaje de sociedades estructuradas bajo sistemas de valores distintos a nuestra cotidianidad, su propuesta para mirarnos en un espejo deforme, que a la larga nos hacía cuestionar si la deformidad no estaba de este lado del reflejo.
En aquellas obras, el ser humano podía no ser el centro del cosmos –lo cual sacudía nuestro entendimiento– como sucedía en La guerra de los mundos o El planeta de los simios. O bien, el hombre podía continuar como eje del universo, pero haber mutado hasta separarse en dos especies distintas, como en La máquina del tiempo, o haber perdido el contacto con su naturaleza, a la manera de Un mundo feliz y Fahrenheit 451. El hombre también podía –bajo el influjo utópico– degradarse hasta convertirse en lo opuesto a sus ideales, como lo expuso Orwell en 1984.
Sin embargo, en el fondo, el elemento más contundente de estas creaciones no lo consituía su habibilidad para presentarnos una imagen bizarra de nuestros actos, sino su ineludible eslabón con la imagen original, la nuestra. La deformación era el último paso; el primero, era que se constituían como una posibilidad basada en el modo en que nos conducíamos –y nos habíamos conducido– históricamente. En síntesis, más que deformaciones, resultaban proyecciones.

Estas proyecciones se deben a que resulta imposible mirar al hombre como se mira a otro ser vivo, bajo un patrón de conducta único y definitivo. El hombre modifica su entorno –lo altera, lo crea, lo destruye– mientras se modifica –crea, altera, destruye– a sí mismo. Y un resultado de tales modificaciones, es que ahora lo vemos dejar de ser el centro del universo, bajo decisiones atribuibles sólo a él. Lo hemos visto –nos hemos visto– entrar a una de esas etapas que antes nos sonaban a ficción, donde sus estructuras –nuestras estructuras– se han alterado de un modo y a un grado en el que han desaparecido o quedado como adornos insustanciales. Las proyecciones han dejado de serlo porque las hemos alcanzado.
Sobra decir que cuando hablamos de la muerte del hombre (como antes se ha declarado la defunción de la historia, de la religión, del arte, de la literatura), lo hacemos de manera conceptual, no factual; ésta última supondría la desaparición del hombre de la faz de la tierra (posibilidad no lejana), mientras que la muerte conceptual se refiere a una exhaución que lo ha convertido en algo presente, pero insustancial. Un cuerpo sin sombra. Hemos presenciado un agotamiento cuantitativo, que ante nuestros ojos se ha tornado cualitativo.
Parece necesario rastrear los orígenes tentativos de estas transformaciones, sus manifestaciones actuales y sus posibles consecuencias en el ámbito cultural, entendiendo a éste en su sentido más amplio, que por supuesto abarca la creación estética y literaria, pero que no debe limitarse a ellas. Dada la naturaleza del tema, su estudio no debe pretenderse exhaustivo, sino explorativo, lo cual no debe menguar nuestra decisión de aventurar y comprometer las ideas expuestas. A fin de cuentas, la labor general de un ensayo no es la de establecer conclusiones, sino atisbar, especular, arriesgar. Su fin no es concluir (cerrar), sino abrir.
Comenzaremos diciendo que, aunque algunos críticos y artistas insisten en definir el posthumanismo en base a la incorporación de los cyborgs y la inteligencia artificial en nuestra cotidianidad, debemos primero observar la composición del vocablo. El calibre de un término como posthumanismo –y todo el conjunto de ideas sobre el que debe yacer–, difícilmente puede sostenerse con la aparición de elementos aislados que no bastan para poner en entredicho la validez conceptual de lo que, hasta hoy, ha sido el centro de todo: causa, motivo, fin y consecuencia, de nuestros actos.
El posthumanismo, pues, debe definirse a partir de la muerte del hombre como concepto, como construcción, como discurso.
En especial cuando se trata de un discurso creado y renovado bajo situaciones históricas específicas y con objetivos muy precisos. Después de todo, desde sus orígenes, el arte y la filosofía nos han brindado innumerables ejemplos de pensadores y artistas que lejos de enaltecer una imagen ideal (irreal) del hombre, lo han expuesto como un ser tan complejo y polifacético, como imperfecto. La historia misma nos demuestra que los discursos que dan cuerpo al hombre se han modificado incesantemente, se han enfrentado y colpsado miles de veces y hoy encontramos visiones y discursos provenientes, cuando menos, de cada religión, cada régimen político, cada clase social y cada género sexual.
Por ello, es pertinente una posición neutra y una actitud imparcial, alejadas por igual del sentimentalismo y del optimismo sin fundamento, como del fatalismo sombrío.
Bajo esta premisa, resulta imperativo revisar la transformación de algunos componentes genéricos fundamentales de nuestra especie, que puedan medir la validez de este entredicho. Por supuesto, un trabajo de esta naturaleza debe incluir el modo en que el arte y la literatura han afrontado el presente estado de cosas.
Finalizando una reseña exacerbada sobre la novela El cielo protector, Norman Mailer aseguró que Paul Bowles –su autor– permitió que entrara a la literatura “el fin de la civilización”. Por su parte, la reseña del mismo libro publicada en el New Yorker en 1949, resumía que en todo su suspenso “no quedaba viva una chispa de sentimientos humanos”.
En décadas recientes, un número creciente de artistas de las más variadas disciplinas ha mostrado una postura similar respecto al hombre: neutra en el mejor de los casos, despiadada en los peores. ¿Cómo se llegó a este punto?
Aventurando una respuesta sumaria, podemos decir que se han cumplido, una a una, las fechas que a mediados del siglo pasado los autores de ciencia-ficción habían marcado para que el ser humano perdiera su condición en manos de algún tipo de absolutismo.
Los hechos, según nos ha tocado atestiguar, han ocurrido de un modo más interesante. El cambio del feudalismo a la era industrial tardó cien años, pero el paso desde entonces hasta la era de la información tomó sólo dos décadas. Hoy tenemos la posibilidad de enterarnos de casi todo, al instante que sucede. Las cosas cambian tan a prisa que no hay tiempo para reaccionar.
Al alcanzar los futuros que planteó para sí misma, la humanidad ha entrado a una especie de presente perpetuo, que es precisamente el tiempo mental de los esquizofrénicos y los niños. Privados de un sentido de identidad sobre el tiempo, libres de memoria y futuros proyectos, vivimos un ahora interminable, artificialmente vívido, donde el futuro es la totalidad del presente.
Simultánea a la pulverización de los regímenes totalitarios, la disolución de los discursos únicos se presentó como una especie de cataclismo pacífico, pero definitivo, que resultó provechoso para la desarticulación de los conceptos que aún se daban por sentados. Entre ellos, el más afectado –pero también el que menos se ha reconocido– es el concepto de hombre, de humano, duramente puesto a prueba desde la postguerra.
El hombre dejó de ser la medida de las cosas.
Ya sin la justificación nacionalista que otorgan las guerras, en plena “era del individuo”, el hombre, muerto, se presenta en las portadas multicolores de Time y Newsweek, en los noticieros y el cine, en la literatura y el arte, compartiendo el prime time televisivo con los anuncios de fajas reductoras y los cuchillos de filo infinito.
El cuerpo inerte del hombre, sin nombre ni aureola de víctima, sangriento, desmembrado, sin causas ni consecuencias porque eso ya a nadie le interesa, se muestra como una metáfora negra de la muerte del humanismo, una metáfora que resulta más siniestra por ser real.
En pedazos, el hombre dejó de ser la medida de las cosas. Ésta fue, en el fondo, la característica fundamental de lo que algunos filósofos llamaron posmodernidad; sabemos que la herramienta más poderosa del postmodernismo fue la deconstrucción de sistemas. Y que una vez realizada esta labor, queda un vacío en el lugar de cada sistema deconstruido. Entendiendo esto, pocos han aceptado que, si tales sistemas son lo que constituye finalmente al hombre, y que si estos sistemas y sus centros de referencia han sido desmantelados pieza por pieza, lo que queda deconstruido es el hombre. El hombre como proyecto. El hombre como centro y como escala.
Al cambio radical que esto ha implicado, a nuestra existencia dentro de ese vacío, nosotros le denominamos la era posthumana.

Bajo esta premisa, revisaremos la transformación de algunos componentes genéricos fundamentales de nuestra especie, que puedan medir la validez del entredicho aquí planteado, tales como el cuerpo, en sus mutaciones palpables (históricas) y posibles (en un futuro cada vez más próximo); junto al cuerpo estudiaremos la noción de belleza, tanto estética como anatómica, así como la experimentación de varios artistas plásticos del mundo que han elegido sus cuerpos como lienzo y materia prima de sus obras; analizaremos la situación del sexo y las distinciones de género (masculino vs. femenino); trataremos de entender la peculiar posición de la infancia en nuestros días; las manifestaciones del canibalismo a través de la historia y los objetivos de la ciencia reciente, entre otros fenómenos que han sufrido alteraciones fundamentales hasta volverse ajenos al sistema dentro del cual tuvieron su origen.
Aquí sólo resta agregar que casi la mitad de este trabajo se aboca a revisar el modo en que el arte y la literatura han afrontado el presente estado de cosas.
Bon appetit!


EL PUNTO SIN RETORNO
El clima productivo en Europa y los Estados Unidos se basó, a partir de 1900, en la promesa grandilocuente de que la industria proveería un mundo de bienestar social, impulsado por el progreso tecnológico. Se alzaba la figura triunfal de Nietzsche ptroclamando la muerte de Dios en favor del hombre. Sin embargo, los movimientos políticos, las revoluciones y las guerras, terminaron por destruir y calcificar esos ideales.
Según Cyril Connolly, Hemingway “saturó sus libros con luz del sol, agua salada, con comida, vino y sexo, y con el remordimiento que es la sombra de ese sol... Fitzgerald y Hemingway encontraron tempranamente una historia que contar y volvieron a ella una y otra vez... mirando atrás sin alivio hacia una alguna alternativa perdida a la que guardaban luto o hacia algún punto catastrófico que ya no puede ser revertido”.
Veinte años después, el mundo padecía los estragos de una guerra aún más virulenta. El estruendo de la bomba atómica no sólo era el máximo símbolo de la muerte, sino que amenzaba con la destrucción total del mundo y del hombre. Sobrevino la disociación entre los motivos de la guerra, los resultados de la misma, y los ideales de cada sociedad que fueran causa o consecuencia de la batalla: los ideales permanecían en el discurso de vencedores y vencidos, pero flotando sin nexo alguno con la realidad que los había generado. Se convirtieron en una especie de cuento de hadas ajeno a su origen. Esta guerra era el “punto catastrófico que ya no podía ser revertido”.
LA MUERTE DEL HOMBRE
Todos los sistemas que el hombre ha construido para sostenerse (justificarse) a sí mismo, han sido desarmados: dios, religión, nación, ideología, ética, familia, pensamiento, lenguaje, sociedad, infancia, cuerpo, belleza anatómica, son conceptos que continúan entre nosotros, pero flotando como las burbujas de una explosión de jabón, más que como baluartes.
Cuando Baudrillard toma del Eclesiastés la definición de simulacro para ejemplificar el estado de cosas que nos rodea, afirma que la realidad actual es generada por modelos sin origen ni realidad: son lo hiperreal, bajo lo cual no hay nada, ni la realidad. Empujando el concepto un poco más, podemos afirmar que, debajo, no queda siquiera el hombre —creador de esa realidad, a la manera de Borges.
El único creador y establecedor de realidades es el hombre. Cada recuento, cualquier recuento que haga, contribuye a la construcción de sí mismo. Deconstruidos casi todos los conceptos con que el hombre se ha dado forma, ¿qué queda? Nada, aparte de un primate tan pretencioso como primitivo.
EL CIELO PROTECTOR
Finalizando una reseña exacerbada sobre El cielo protector (1949), Norman Mailer asegura que Bowles permitió que entrara a la literatura “el fin de la civilización”. En la misma línea, Jay MacInnerney apunta que esta novela se centra “en el desnudar a los personajes y a la humanidad hasta sus elementos básicos”.
“Ha dejado de ser humano” piensa Kit, “la enfermedad reduce al hombre a su estado más básico: una cloaca en la que continúan los procesos químicos”.
Mucho antes que las teorías de Lyotard, Baudrillard, Virilio, et al, Paul Bowles habló en esta novela de la ubicuidad de un centro y, por tanto, de su desaparición. Habló de la disociación de referentes. Representó el desvanecimiento de la identidad hasta su transparencia. Asesinó la esperanza y resucitó después de ella. En su prosa desnuda, suprimió los valores y las emociones ligadas a ellos. La reseña de su libro publicada en el New Yorker, resumía que “en toda esta pasividad y suspenso, no quedaba viva una chispa de sentimientos humanos”.
Esto es, no sólo se adelantó por varias décadas a todas estas teorías de la postmodernidad (aceptadas, asimiladas y banalizadas hoy en día), sino que fue más lejos, cruzó el “punto que ya no puede ser revertido”. Por ejemplo, sabemos que una herramienta poderosa del postmodernismo fue la deconstrucción de sistemas. Y que una vez realizada esta labor, queda un vacío en el lugar de cada sistema deconstruido. Entendiendo esto, pocos han aceptado que, si tales sistemas son lo que constituye finalmente al hombre, y que si estos sistemas y sus centros de referencia han sido desmantelados pieza por pieza, lo que queda deconstruido es el hombre. El hombre como proyecto. El hombre como centro y como escala.
Pues bien, a esa conclusión llegó Paul Bowles, en su primera novela, hace muchos años. El catalizador: la bomba atómica.
EXPLORANDO LA NUEVA GEOGRAFIA
Hemos cruzado una línea fatal en el tiempo, en silencio. Casi es un mundo feliz. Con mutaciones, cirugía estética y asesinos seriales. Con ingeniería genética. Con raves.
Hoy en día, nacer humano puede verse como un accidente del destino —según Kevin Warwick— gracias a la certeza de que, dentro de muy poco, esto no será así. Nuevamente, el hombre está en el umbral de convertirse en una nueva especie. Más nos vale entender que la evolución del hombre no ha sido natural. El hombre no es natural.
Ahora, además de ver al cuerpo humano como un objeto estético, se le entiende como un epicentro político y económico. Está puesto en duda, en discusión. Más aún, ha dejado de ser escenario de representaciones (de género, de poder, de placer, en fin, de justificación), para disociarse de todas estos discursos que le atribuían significados. Es un recipiente vacío.
La especie puede “escalarse” del mismo modo que lo hacemos con nuestras computadoras. La sofisticación de estos implantes y su uso corriente facilitarán la aparición de los primeros cyborgs (cyber-organisms) reales, así como la discriminación entre quienes han “evolucionado” hacia ellos y quienes no. Expulsados alguna vez del edén —la naturaleza— parece que hoy la evolución “natural” radicará en conectarse con máquinas inteligentes vía implantes electrónicos, para comunicarnos con éstas, lo mismo que con aquellos iguales a nosotros.
Así las cosas, que el hombre pueda devenir en distintos tipos de cyborg (¿no es Stephen Hawkin un cyborg?) sucederá a la par que otros fenómenos ligados al cuerpo: que los hombres se traguen unos a otros, que la cirugía estética sea común en las niñas de diez años, que exista un poderoso mercado negro de partes humanas, y que cualquier tipo de implante ajeno al cuerpo natural se mercantilice dentro del marco de la pornografía.